Construir la verdad
- Antonio Sousa Ribeiro
- 28 ene
- 4 Min. de lectura
Si miramos casos como el de Boaventura de Sousa Santos, será muy difícil decir que hubo respeto a principios elementales, como la presunción de inocencia.
El movimiento #MeToo, con su amplia repercusión o auténtica conmoción, representó y representa un momento crucial en la defensa de los derechos de las mujeres. No solo ha levantado el manto de silencio que durante demasiado tiempo había cubierto situaciones de abuso y violencia, sino que ha contribuido a dar visibilidad pública a estas situaciones y, al mismo tiempo, a ampliar el propio concepto de violencia. Sin embargo, a la luz de la experiencia que se ha acumulado entretanto, en particular la más cercana a nosotros, son necesarias algunas reflexiones. En efecto, si bien es necesario defender con absoluta intransigencia los derechos inalienables de quienes afirman haber sufrido actos de violencia, cualesquiera que éstos sean, no es menos importante que esa defensa se lleve a cabo en plena libertad, con respeto a los principios que rigen el Estado de Derecho y que rigen toda sociedad democrática. Entre estos principios se encuentran la garantía de la presunción de inocencia, las garantías del debido proceso, el contradictorio, la igualdad de armas, la transparencia, la imparcialidad y la independencia judicial.
Si nos fijamos en casos recientes de gran repercusión mediática - entre los que destaca el de Boaventura de Sousa Santos, que ha tenido una gran repercusión internacional por ser posiblemente el único científico social portugués con reputación mundial - es muy difícil afirmar que se hayan respetado estos principios, en primer lugar el principio elemental de presunción de inocencia. Los entresijos de este caso, que comenzó con la publicación en una colección de Routledge del capítulo «Las paredes hablaron cuando nadie más se atrevía a hablar», son públicos. La difusión muy profesional de este capítulo a gran escala y en muy poco tiempo dio lugar al furor mediático que es bien conocido y que afectó no sólo a las personas directamente mencionadas en el texto, sino también al Centro de Estudios Sociales en su conjunto, lo que no tiene parangón en ningún otro caso similar. La singularidad de este caso se ve acentuada por el hecho de que, desde el principio, la credibilidad de las acusaciones formuladas se convirtió en un principio absoluto. No se trató de tomar el propio capítulo como objeto de escrutinio y someterlo a contradicción, ni en cuanto a los hechos alegados en él ni en cuanto al método de análisis, que violaba flagrantemente principios científicos básicos en cuanto a lo que debe ser una «autoetnografía», circunstancia que más tarde llevó a la editorial Routledge a retirarlo de la circulación. Esta retirada, sin embargo, fue irrelevante ante el mecanismo instalado de producción de «verdad»: una vez consensuada en la opinión pública la convicción de la total veracidad de las denuncias, cualquier cosa que pudiera cuestionarla -incluida la decisión adoptada por una de las editoriales científicas más prestigiosas del mundo anglosajón- sería inmediatamente recodificada como un acto más de violencia. Este es el poder de la narrativa victimista: una vez establecida, cualquier cosa que la contradiga, aunque esté articulada por testimonios creíbles o demostrada por abundante documentación, se convierte en irrelevante en última instancia. Hasta el punto de que incluso el recurso al derecho básico de defensa ante un tribunal puede ser denunciado públicamente como una forma más de agresión.
Cualquiera que se considere víctima de la violencia tiene, obviamente, el derecho inalienable a denunciarla, pero resulta inquietante ver cómo se ha hecho habitualmente, evitando los cauces institucionales y confiando, en cambio, en la resonancia mediática. En este caso, conviene recordar que el CES tenía y tiene un código de conducta suficientemente específico y un comité de ética y un defensor del pueblo a los que se puede y debe denunciar cualquier violación de este código. El reglamento del ombudsman, conviene subrayarlo, prevé la posibilidad de denuncia anónima, para permitir que quien se sienta cohibido, por ejemplo por relaciones desiguales de poder, no permanezca en silencio. Sin embargo, ninguna de estas instancias se ha movilizado, como tampoco se han movilizado otras vías de denuncia, en particular ante los tribunales. En cambio, sobre todo desde la publicación de la «6ª carta» del autodenominado «colectivo de víctimas», se ha recurrido abundante y omnipresentemente a la prensa escrita, la televisión y las redes sociales.
Es bueno constatar que la ausencia de denuncias formales ante las autoridades competentes priva a los acusados de cualquier medio de defensa, ya que no tienen acceso a ninguna garantía procesal, tanto más cuanto que todo el proceso de formación de opinión se basa en la negación sistemática del principio fundamental de la presunción de inocencia. Esto significa, en términos prácticos, que antes de que se demuestre cualquier culpabilidad, el daño personal y profesional se acumula y, sea cual sea el resultado, es imposible de borrar.
Vivimos en un mundo de víctimas y el sufrimiento real de cualquier ser humano, tantas veces ignorado, impone el imperativo de investigar hasta las últimas consecuencias todas las situaciones de abuso. Pero las formas de linchamiento sumario o la caricatura de justicia que representa la construcción de un relato entregado al «tribunal» de la plaza pública no favorecen este objetivo; al contrario, tendrán un inevitable efecto de descrédito a medio o largo plazo. Sólo la verdad puede servir a la justicia y nunca la posverdad.
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António Sousa Ribeiro
Profesor titular jubilado de la Facultad de Letras de la UC; ex director del Centro de Estudios Sociales
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